Sábado al mediodía, en un bar del ensanche barcelonés
Desde mi mesa, y entre plato y plato, observo los tres parroquianos acodados en la barra del bar.
El primero permanece de pie, vestido con un chaleco verde safari con doscientos bolsillos. Sus manos están siempre ocupadas con un cigarro. Instintivamente y mientras habla, levanta su camiseta y se da pequeños bofetones en su tremenda barriga. Es el hombre-safari.
El segundo no para de hablar. Con el camarero, con el hombre-safari, incluso habla con las patatas bravas que tiene justo delante del mostrador.Es el hombre-no calla.
El tercero es un chico en ese tonto terreno entre la adolescencia y la madurez. Lleva los pantalones diez centímetros por debajo de su punto, dejando al descubierto unos calconcillos granates y un grano rojo en la nalga izquierda de su culo. Permandece inmóvil en la barra; sus ojos perdidos en unas matutano ruffles. Se le cae el cigarro de las manos, necesitando un minuto cuarenta segundos para agacharse y recogerlo. Es el chico-koala.
Mientras como mis croquetas caseras (hechas por la señora findus), encienden el televisor de la sala. El señor no-calla retransmite la carrera de motos, y el chico-koala le pide un cigarro al señor-safari; aunque éste no entiende por qué tarda tanto en coger un cigarro de la cajetilla.
Entra en el bar una chica desestilada con manoletinas plateadas y tremendo escote. El señor no-calla deja de retransmitir las motos y mira el canalillo de la desestilada con ojos de homo-salidus. Habla para sus adentros,aunque deduzco por el movimiento de sus labios que está reflexionando sobre los pezones de la joven. El hombre-safari también mira el canalillo y empieza a golpearse el estómago con más intensidad. Ya no es el hombre-safari, es el hombre-chimpancé. Oigo como el chico-koala se tira un pedo pausado y apestosamente ridículo.
Pago y me voy.
Otro día, un bocadillo en la playa.